March 31, 2011


Hermoso Eder


Últimamente se pasaba el día durmiendo. Pero cuando era joven no paraba, abrías la puerta de casa y allí estaba dando saltos de alegría y ladrando. Llamaban al timbre y era el primero que acudía a abrir. Le encantaban los calcetines, las zapatillas, los cordones de los zapatos y las medias de rejilla. No paraba.


Y sus muñecos, primero fue el Mimosín y luego la rana, que era acabar de cenar, la cogía en la boca y se la llevaba a su cama para que le hiciera compañía. Últimamente había hecho amistad con un ángel, pero como no veía bien, su relación consistía en tropezarse con él por el pasillo. Y el nudo, o la pelota, cómo le gustaba la pelota de pequeño, y el Simpson, que según él era el muñeco.

A mí me encantaba rascarle y acariciarle el lomo, me sentaba en la banqueta, abría las piernas y él pasaba por debajo una y otra vez, dibujando ochos, arqueando la espalda. Y cuando me cansaba se daba la vuelta y me miraba como diciendo, venga, otra vez, la última. Era inagotable. Y de allí se iba directo a la puerta de los palitrocos. Anda que no le gustaban...

Y las peleas. Los sábados por la mañana era el primero que se levantaba y venía a la cama, me lo subía a mi lado y comenzaba una lucha para coger el mejor sitio, el desperezándose todo lo largo que era y yo haciéndole rabiar —qué cosquillas tenía cuando le rozaba las almohadillas— hasta que se enfadaba y sacaba los dientes. Pero sin malicia, porque cuando se daba cuenta de que en un mordisco te podía haber hecho daño, luego se deshacía en lametazos como pidiéndote perdón.

Él también me hacía rabiar a veces, porque era muy cabezón y nunca tenía prisa por subir a casa. Si le apetecía cruzar la calle, acabábamos cruzando, si veía un árbol o una señal que le apetecía olisquear, no paraba hasta llegar a ella. Un papel de magdalena, un trozo de salchichón, un hueso de pollo, me llevaba loco. Y en las comidas ya podía tener su cazuelo lleno de las bolas del pienso más apetitoso que siempre le gustaba más lo que tú estuvieras comiendo, ya fuera carne, pan o naranjas. Le chiflaban las mandarinas y el melón.


Y los paseos. Pocas cosas me resultaban más placenteras que bajar las mañanas de primavera a pasear por el parque, madrugar e irnos los dos solos a pisar la hierba mojada, ver cómo se revolcaba o reptaba como una culebra y cuando se descuidaba yo cogía y le rascaba la tripa o le tiraba de una pata para que se pusiera en marcha. Me acuerdo de un día que lo solté y me las vi y me las deseé para luego poder cogerlo, porque cada vez que me acercaba echaba a correr como un poseso pensando que estábamos jugando.

Ahora hacía un tiempo que ya no estaba bien, se le notaba que iba perdiendo energía. La edad, se había hecho mayor, muy mayor para ser un perro; casi no veía y se iba chocando con los árboles y las farolas que tanta gracia le hacían de pequeño. Se limitaba a comer y a dormir, aunque seguía saliendo a saludar cuando llegabas a casa y se alegraba como el primer día cuando le hablabas o le silbabas o le llamabas por cualquiera de los muchos nombres que tenía, cuando le rascabas detrás de las orejas o le acariciabas la cabeza.


Hasta esta tarde. Esta tarde, cuando llegue a casa no habrá Cocotero, Edermito, Cocodrilo, Mosquito, Eder. Esta tarde cuando llegue a casa no habrá perro que me salga a recibir, porque Eder ha decidido que ya estaba bien, que la Tierra se le quedaba pequeña y que después de más de trece años aquí, era hora de irse al paraíso de los animales, a olisquear nubes y a bañarse en piscinas de palitrocos.

Estoy seguro de que por lo menos allí será tan feliz como nos ha hecho a nosotros serlo todos estos años en los que nos ha acompañado.


Gracias Eder. Yo te echaré mucho de menos.

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