Mis padres se han ido al pueblo y me he quedado solo con el perro. Por la tarde nos hemos ido a pasear. No sé dónde, pero nos hemos recorrido media Zaragoza. Hemos subido por San José y hemos pasado por la calle Lapuyade. Subiendo por San José, Eder de repente se ha puesto rígido como si fuera a darle un ataque, lo he cogido en brazos y lo he abrazado a ver si reaccionaba. Lo he mirado bien mirado y todo era que en una pata de delante se había clavado un guisante.

Hemos seguido andando dirección Torrero y al llegar por detrás de la calle Ruiz Tapiador, en el alféizar de una ventana estaba la piel de una serpiente que se había cambiado de traje. De repente noto que la mochila me pesa muy poco, la abro y Eder, que lo había metido dentro porque entre unas cosas y otras estaba muy cansado y no andaba, ha debido de saltar de la mochila y se me ha escapado.

Al llegar a la calle San Marcial llamo a mi madre. Me pongo el móvil en la oreja y ella me habla muy bajo y sólo oigo el monólogo de Gevákin. «Espera que cuelgo y te vuelvo a llamar», le digo. Eso hago, pero sigo oyéndola muy lejos. Me dice que habla bajo por si estoy cenando con alguien, «que no, que al final no me he quedado a cenar». Le digo, «tenemos un problema, creo que se ha perdido el perro. Creo no, vamos, que se ha perdido». Mientras hablamos sigo andando por las calles y en una veo a dos perros siameses que están unidos por el culo y que no se pueden mover porque cada uno quiere ir para un lado.

«Espera, ahora te llamo», le vuelvo a decir. Al doblar una esquina veo a Eder que viene corriendo detrás de un calcetín negro que va volando como a dos palmos del suelo.

Son las 2.45 de la mañana.

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