September 04, 2006
La crisis de la prensa escrita
No sé si será culpa del adn, del qué, del metro o de los 20minutos, pero cuando vinimos a vivir a este barrio tenía un quiosco de prensa para cada día de la semana, por eso de redistribuir la riqueza, y ahora en cambio, me las veo y me las deseo para conseguir comprarme el periódico cada mañana. O me levanto al punto de la mañana y bajo corriendo a por mi ejemplar o a partir de las 12 del mediodía es milagro o casualidad que pueda conseguir El País; con El Periódico de Aragón o el Heraldo no pasa lo mismo, claro.
Unos porque se jubilan, otros porque su madre está enferma y no les sale a cuenta estar trabajando cincuenta horas para dejarse todo lo que ganan en pagar a alguien que la cuide y otros, imagino, porque se cansan de no tener fiesta más que dos días al año. Y estarán también los que en septiembre se les cae encima una montonada de fascículos coleccionables, muñecas barriguitas, cafeteras del mundo antiguo y trenes del Imperio Austrohúngaro, y perecen asfixiados entre tanto cartón. Y nunca más se sabe de ellos. O los que deciden poner un servicio de fax y fotocopiadora para aumentar sus ingresos y al final se tienen que salir del local porque no se pueden revolver dentro.
El caso es que así es imposible acabar una colección, que si la Guerra Civil, los clásicos de El Jueves, el GPS del momento, o lo que sea. Imposible. Yo ya no es por el hecho de leer la prensa diaria ni por estar informado, que por suerte ahora eso se puede conseguir de mil maneras diferentes, es que para mi un periódico es una especie de libro que cuenta historias cercanas, una novela realista en la que tú también puedes ser protagonista de uno de los capítulos, o un sitio en el que cada día se escribe un poco de Historia, con mayúsculas. Unas veces mejor, y otras peor.
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Unos porque se jubilan, otros porque su madre está enferma y no les sale a cuenta estar trabajando cincuenta horas para dejarse todo lo que ganan en pagar a alguien que la cuide y otros, imagino, porque se cansan de no tener fiesta más que dos días al año. Y estarán también los que en septiembre se les cae encima una montonada de fascículos coleccionables, muñecas barriguitas, cafeteras del mundo antiguo y trenes del Imperio Austrohúngaro, y perecen asfixiados entre tanto cartón. Y nunca más se sabe de ellos. O los que deciden poner un servicio de fax y fotocopiadora para aumentar sus ingresos y al final se tienen que salir del local porque no se pueden revolver dentro.
El caso es que así es imposible acabar una colección, que si la Guerra Civil, los clásicos de El Jueves, el GPS del momento, o lo que sea. Imposible. Yo ya no es por el hecho de leer la prensa diaria ni por estar informado, que por suerte ahora eso se puede conseguir de mil maneras diferentes, es que para mi un periódico es una especie de libro que cuenta historias cercanas, una novela realista en la que tú también puedes ser protagonista de uno de los capítulos, o un sitio en el que cada día se escribe un poco de Historia, con mayúsculas. Unas veces mejor, y otras peor.
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Quizá haya algún tesoro / muy dentro de mi entraña. / ¡Quién sabe si yo tengo / diamante en mi montaña / o tan sólo un pequeño pedazo de carbón! / Los árboles del bosque de mi isla / sois vosotros, mis versos.
Salen los niños alegres / de la escuela, / poniendo en el aire tibio / de abril canciones tiernas. / ¡Qué alegría tiene el hondo / silencio de la calleja! / Un silencio hecho pedazos / por risas de plata nueva.