Retomemos otra vez la historia del Caballero de la Roja Nariz y la Princesa Helena, que los teníamos un poco olvidados.

A las pocas jornadas de su primer encuentro, y después de intercambiar mensajes y más mensajes, que las palomas mensajeras empezaban a estar un poco hartas, resultó que la princesa tenía que volver a la ciudad donde residía el caballero. Acordaron que lo mejor en esa fecha sería compartir un almuerzo, que lo de las cervezas se les quedaba pequeño.

Se encontraron casi casi en el centro del burgo. La princesa estaba guapísima, el caballero no había visto nunca una princesa más bonita. Caminaron un rato sin rumbo por las callejuelas de la ciudad. Sin rumbo, todo tiene su explicación, porque el caballero, que actuaba de anfitrión, poco dado a dispendios y alegrías él, no tenía ni la más remota idea de dónde podría llevar a Helena. «Iremos mirando y algún sitio se me ocurrirá», pensaba el infeliz.

De pronto la princesa recordó algo. «Te he traído una cosa.» «¿Para mí?» «Sí, un ejemplar de mi biblioteca. Recuerdo que un día hablamos de que te gustaría leer esta invención, esta fábula, y a mí me gustaría que te la leyeras.» «Gracias...» «De nada. Sólo te pido una cosa, que lo leas, que lo disfrutes, y sobre todo, que me lo devuelvas.» «Muchas gracias, me lo leeré y te lo devolveré, y espero no tardar mucho», añadió el caballero mientras metía el libro en su saquete de cuero.

«Espera, yo también tengo algo pata ti. Toma.», dijo el caballero mientras volvía a meter la mano en su saquete de cuero. «¡Hala!... es tu nariz... muchas gracias. Póntela, venga.» «Sí, hombre.» «Que sí.» «Que no, que no me la pongo, que me va a mirar todo el mundo.» «Pues ya me la pongo yo...»

Después del intercambio de presentes, la joven pareja se adentró en el mercado de la ciudad. Artesanos y comerciantes venidos de poblaciones cercanas ofrecían a los lugareños vasijas y cuencos de barro, tapices y tejidos de vivos colores, joyas, abalorios, mieles de todo tipo de flores, queso de oveja y de cabra, curados y suaves al paladar, licores, especias, embutidos y conservas a cuál más apetitosa. Y entre tanto manjar y que el sol ya caía perpendicular sobre sus cabezas, los protagonistas de la historia se fueron a comer.

Después de la frugal comida, unas ensaladas al estilo italiano, algo de pescado ella, algo de carne él, tampoco hace falta entrar en más detalles del banquete, caballero y princesa, princesa y caballero, se encaminaron a unos jardines cercanos a hacer la sobremesa, aunque la mesa brillaba por su ausencia.

Y él la mira a ella. Y ella lo mira a él. Y hablan, y sonríen. Ponte para aquí que te da el sol. Que estoy bien. Me gustan tus zapatos. Y ella lo vuelve a mirar. Risas. Y él le devuelve la mirada. Y el caballero que quiere pero no se atreve. Más risas, nerviosas. Y la princesa que vaya caballero soso. ¿Y tú estás cómoda? Sí, ¿tú? Sí. Ponte más así. Que estoy bien. Vamos allí que hay sombra. Pero que guapa. Estos caballeros... mucho guerrear... Oye, ¿me vas a besar o te tengo que dar dos hostias?

Entonces se detuvo el tiempo, y sus dos bocas se volvieron una y sus labios se unieron en un instante que ha quedado en sus recuerdos por siempre jamás.

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